Un terremoto con epicentro en las urnas derrumbó en Chile al bipartidismo imperante desde el fin de la dictadura. Las dos coaliciones que han gobernado desde entonces quedaron al borde de la extinción deambulando como zombis en un escenario político irreconocible.
La izquierda encabezada por el Partido Comunista y por el movimiento antisistema Frente Amplio, sumada al conglomerado de candidatos independientes, se irguieron triunfales en un panorama que resulta dantesco para las fuerzas políticas tradicionales.
Chile ingresó en la dimensión desconocida, porque la sociedad pateó el tablero. Hecho sorprendente si se tiene en cuenta el notable éxito político y económico de las últimas décadas. Sobre todo, la coalición de centroizquierda dio gobiernos exitosos.
Los presidentes democristianos Patricio Aylwin y Eduardo Frei, y luego los socialistas Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, con sus dos mandatos, concretaron la «despinochetización» de Chile y consolidaron el crecimiento económico sostenido que puso al país trasandino en los umbrales del desarrollo.
Sin embargo, el éxito político y económico de los gobiernos de la coalición socialdemócrata tuvo la misma falla que la democracia chilena anterior al régimen de Augusto Pinochet: una desigualdad abrumadora, en la que asomaban comportamientos de casta.
Los gobiernos de Lagos y de Bachelet atenuaron las inequidades que la dictadura había amplificado. Pero el nivel de desigualdad persistente implica un desequilibrio social que ha venido actuando como espada de Damocles sobre la democracia.
El Estado de derecho y el modelo democrático occidental requieren una sociedad equilibrada. La desigualdad, en la segunda mitad del siglo pasado, debilitó a los partidos de centro y llevó a la presidencia a Salvador Allende, quien terminó asesinado por el sangriento golpe militar que destruyó aquella democracia chilena. Y la recuperada democracia actual empezó a estallar en las protestas iniciadas en octubre de 2019 por un aumento en el transporte público que actuó como la gota que rebasó el vaso y que el gobierno de Sebastián Piñera manejó con ideologismo y negligencia.
Mostrando la influencia de ideólogos ultraderechistas como Alexis López Tapia y su teoría de que todas las protestas sociales están impulsadas por el castrochavismo desde Cuba y desde Venezuela para imponer «el comunismo», el gobierno de centroderecha militarizó la represión de las manifestaciones, lo que implicó apagar el fuego con nafta.
El incendio social que provocó dejó chamuscado el liderazgo de Piñera, y lo obligó a dar el paso histórico de convocar a una reforma constitucional para reemplazar la Constitución dejada por la dictadura. Y la votación de constituyentes fue el terremoto que demolió a las dos fuerzas tradicionales y puso a Chile en la dimensión desconocida, porque las urnas patearon el tablero.
El bipartidismo se habría mantenido en pie si hubiera entendido cabalmente lo que sólo Bachelet vislumbró. En su segunda presidencia, la médica socialista había explicado que ya era tiempo de que Chile corrigiera la falla que arrastraba desde la democracia previa a la dictadura de Pinochet: una desigualdad social de niveles insultantes.
Bachelet planteó una serie de reformas tendientes a generar equidad y dinamizar la movilidad social, que estaba casi petrificada.
Chile se reinventa
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