El nuevo confinamiento decretado por el gobierno nacional ha puesto en evidencia el fracaso de las políticas económicas y sociales implementadas en las últimas décadas.
Desde la primera cuarentena, en marzo de 2020, se redujo la cuestión al noble objetivo de «cuidar la salud de los argentinos». El Gobierno se negó a escuchar opiniones hasta cuando se le planteó prudentemente que la mejor forma de enfrentar la emergencia sanitaria sería aquella que menos afectara la actividad económica.
Lo que importa es la salud, no la economía, respondió el presidente Alberto Fernández. Y presentó sus planes de asistencia a la población confinada: el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y la Asistencia al Trabajo y a la Producción (ATP). Cuando se inscribió muchísima más gente que la proyectada, el primero se transformó en un aporte bimestral y a costa de una emisión extraordinaria, lo que implicó una inflación creciente.
El Presupuesto 2021 no contempló la extensión de ninguno de esos planes, que de por sí se fueron achicando a medida que se flexibilizaba la cuarentena. Algunas voces no oficialistas se preguntaron cómo haría el Gobierno para que la pandemia dejara de ser un problema entre el último día de un año y el primero del año siguiente. Las declaraciones del presidente Fernández que aseguraban que en diciembre de 2020 ya estarían vacunados unos 10 millones de argentinos apuntaban en ese sentido. El plan de vacunación sería un elemento fundamental para asegurar el rebote económico.
Porque el parate obligado del año pasado redujo nuestra economía en 10 puntos del producto interno bruto. Se perdió una infinidad de puestos de trabajo formales en el sector privado. Hasta la informalidad se resintió. Cientos de miles de argentinos apelaron al cuentapropismo, último recurso de subsistencia para procurarse algún tipo de ingreso. Quienes tenían ahorros los consumieron. Quienes tuvieron la chance pidieron un préstamo para tratar de mantenerse a flote.
Pero las vacunas nunca estuvieron disponibles en las cantidades requeridas ni en los tiempos estimados, y el número de contagios en todo el país alcanzó cifras preocupantes. El Gobierno se quedó sin opciones y, tras un traspié inicial, pergeñó un golpe de fortaleza en un intento por ocultar su extrema debilidad: se cercioró de que ningún gobernador se rebelaría y decretó un confinamiento riguroso.
Claro que en un país con una economía casi asfixiada, con altos niveles de informalidad, desempleo, cuentapropismo y pobreza, quienes pueden aceptar hoy el confinamiento, seguros de que igual contarán con un ingreso regular, son una exquisita minoría.
Allí están las crónicas periodísticas sobre la resistencia a este nuevo cese de actividades que, en pequeñas y medianas localidades o en barrios populares de las grandes ciudades, encabezaron comerciantes, proveedores de servicios y feriantes. Gente de a pie, como suele decirse, que vive de la diaria.
Millones de personas en las que nadie parece haber pensado, obligadas a privilegiar su economía por sobre su salud, conforman una multitud excluida a la que el Estado debería tener cuenta en el diseño de sus políticas.
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